¡Ultreia e sus eia!*

El grito o imprecación lo han pronunciado dos mocetones que se despiden a la puerta del monasterio. Se les ve enseguida que vienen de lejos. Y el peregrino acentúa el tic de preocupación que le aqueja desde que llegó a Roncesvalles. Naturalmente, sabe que era el grito de ánimo entre los peregrinos del medievo: ¡Adelante y hacia arriba! No en vano ha leído, más bien devorado, todo lo que ha caído en sus manos sobre el Camino de Santiago en los últimos meses.

Pero sigue sin dar crédito a lo que, irremediablemente, le está sucediendo en los albores de un milenio. Para empezar, parece que el tal grito ha sido asumido con total naturalidad por los grupos que le rodean. Y luego está esa especie de túnel del tiempo en el que se ha sumergido desde que abandono el autobús que le transportó desde Pamplona. Aquí, todo es Carlomagno; los Doce Pares de Francia bajan en descubierta por Ibañeta, le han mostrado el sepulcro de un rey gigantesco -Sancho el Fuerte de Navarra- y después le han introducido, buscando dormida, por corredores inverosímiles en las entrañas de un monasterio que dejaría las abadías benedictinas de Umberto Eco convertidas en Manhattan.

Item más, en medio de su turbación, un canónigo le ha sometido, al final de la misa y con la iglesia atiborrada, a la antigua formula de bendición con la que, secularmente, Roncesvalles ha despedido a los peregrinos del Apóstol: «En nombre de Nuestro Señor Jesucristo, para que podáis llegar seguros a los pies de Santiago y volver a casa con alegría, con la anuencia del mismo Dios, que vive y reina por los siglos de los siglos.» Y ahí está, a punto de iniciar su Camino, expectante y aprensivo ante la Cruz de Peregrinos y con un cartel, casi vejatorio, que acecha ante sus mismas narices: «Santiago 787 Km.».

De grana y oro, con la mochila impoluta, botas de «goretex» y pavero reluciente en la cabeza, sabe que tiene que recibir al Camino a puerta gayola. Y de alguna manera, Roncesvalles se lo ha puesto claro. Quiéralo o no, va a recorrer un espacio sagrado donde miles y miles de predecesores suyos han dejado unas huellas y unos ritos que él, urbanita irredento, probablemente estudiante universitario e hijo de su siglo, seguirá punto a punto -ha empezado ya- hasta Compostela. Con un gesto se ajusta la mochila, cruza la placita y se introduce en el bosque, húmedo por la bruma del alba. Dejémosle, ya es peregrino. Y con él navega un deseo que dejo plasmado en el libro del monasterio. Se trata, al parecer, de encontrar a un viejo colega. En principio, a sí mismo. Suerte y buen Camino.

La primera aproximación a ellos, a los peregrinos actuales,  se hace evidente: ¿Los peregrinos del siglo XXI tienen o no mucho que ver con sus colegas del siglo XII, la época sin duda más gloriosa de la peregrinación, o con los que les siguieron a través de los siglos. Y, en relación a ello:  ¿hay , acaso, puntos de contacto en su cosmogonía, su visión del mundo?, ¿es el peregrino actual un empedernido buscador y adorador de reliquias como sus antecesores?, ¿busca realmente el peregrino actual la redención de sus pecados, la  meta junto a la lejana tumba apostólica , o la meta se hace secundaria, algo muy aleatorio, agigantándose, en cambio, el propio Camino como protagonista casi absoluto de la peregrinación actual, independientemente de meta alguna?, ¿es eso cierto?,  ¿qué ideales, si es que los hay, llevan a millares de almas de nuestro actual mundo a inundar las sirgas como antaño?

Durante años eminentes especialistas se han arrimado al fenómeno jacobeo intentando desentrañar su alma y su enigma. De ahí nacieron distintas teorías: desde el Homo Viator de Röbert Plötz, el contenido penitencial que señala Mariño, la función simbólica del itinerario que indica Turner o incluso el famoso dios laico que apuntaba Ortega y Gasset precisamente en épocas en que “esa enorme montaña de dios parecía desvanecerse en el horizonte”

De lo que no cabe duda alguna, y es constatable para cualquiera que se acerque al Camino, es que el peregrino parece vivir en un período liminal, sumergido en una burbuja y ajeno a casi todo, durante un viaje donde ritos y símbolos cobran una importancia fundamental. Ritos, leyendas y símbolos del pasado que han hecho suyos (como la bendición del peregrino en Roncesvalles,   poner sus manos en el árbol de Jesé antes de que secuestraran el Pórtico de la Gloria, o arrojar su piedra en la Cruz de Ferro) e incluso ritos del presente, nacidos con el propio renacimiento actual de las peregrinaciones, como la intensa línea de monjois creados en diversos puntos del Camino, las ceremonias de purificación de las ropas  por el fuego y los baños rituales  en el Finisterre, e incluso asistir a las queimadas evocadoras del bueno de Jesús Jato en Villafranca.  La propia obtención de la Compostela se ha convertido en otro rito más para muchos peregrinos, hagan el Camino o no por estrictos motivos religiosos. El carácter flexible de todo lo ritual que preside el Camino permite no sólo que viejos elementos sean completados con nuevos contenidos sino que otros elementos innovadores puedan ser incluidos sin ningún problema, a la par que se resalta poderosísimamente la función simbólica del propio itinerario. El peregrino lo concibe como un espacio sagrado, legado por la historia. Un espacio importante en sí mismo también como espacio ritual.

Es por todo ello, que algunos antropólogos  han estudiado la peregrinación como un fenómeno sintomático de una sociedad que percibe su estado como crítico, en los albores de un milenio lleno de incertidumbres , apelando tal vez a recursos de un  pasado excesivamente mitificado para tapar las carencias de la época actual. Todo ello lleva a un presente como representación de un momento “negador” de importantísimos valores como la solidaridad, la espiritualidad, la naturaleza o la misma hospitalidad tan vivida en el Camino de Santiago.

Por eso la propia sociedad genera recursos instrumentales y simbólicos para compensar esa falta de valores en periodos de crisis. Y es por eso también que el Camino supone un espacio ideal y un perfecto soporte material para una serie de ideas, valores y representaciones de la realidad que en la actualidad se perciben claramente en quiebra y de las que parece necesaria una reafirmación y revitalización. A su vez, el hombre del presente, agobiado y alienado por la época que le ha tocado vivir, se despoja de casi todo y se introduce ligero de equipaje en un espacio sagrado que iguala a todos bajos las mochilas.

La peregrinación se va convirtiendo así en una vía de escape, un viaje a Ítaca pasando por Esparta, donde cada persona puede poner entre interrogantes su propia vida confundido e igualado entre otros semejantes que viven parecidas preocupaciones acompañados de su propia sombra, a veces la única compañía de sol a sol. Todo invita a sumirse en un estado de reflexión imposible en las duras condiciones de vida y trabajo en las grandes ciudades, en un mundo dominado por las prisas y el estrés, hasta el punto de que para muchos la peregrinación supone una auténtica catarsis. El Camino proporciona algo muy difícil de conseguir en nuestros días, el distanciamiento, distanciamiento de la familia, de las propias responsabilidades, de la propia vida cotidiana y de la sociedad a la que se pertenece.

Sus coordenadas ya no son, desde luego, las mismas de sus antecesores, su mundo tampoco y de ninguna manera persigue el peregrino actual reliquia alguna compulsivamente. Pero le unen a sus antecesores, la inquietud, la búsqueda y el espíritu de aventura. Y la identificación plena, y sin condiciones, en ritos, leyendas, vivencias y creencias del pasado que están perfectamente de acuerdo en asumir en cuanto se sumergen en la catarsis de ese espacio sagrado.

Esa introspección, esa catarsis, exige un Camino solitario y en libertad, el Camino es libertad o no es nada, caminar en compañía de otros exige concesiones que están lejos, muy lejos, de ese distanciamiento de cualquier tipo de convención social, de ese “despojarse”: “¿a la izquierda o la derecha?, ¿descansamos aquí o nos suicidamos?, una cervecita y ya veremos ¡mira que barcito!, ¿seguimos hasta Foncebadón o fondeamos en Rabanal?”  Docenas y docenas de decisiones, y renuncias, cotidianas que implican caminar en grupo. Y docenas y docenas de concesiones impensables en alguien que ha hecho de la libertad su bandera en la última aventura que queda por vivir en Europa. El Camino es vivido así como una intensa experiencia individual fruto de un compromiso también estrictamente individual.

——

Anda sobre su sombra. Al alba la persigue. Atardece y queda atrás. A veces el calor le echa, en la noche castellana de los campos góticos, en brazos de Aldebarán, Orión, Sirio, Las Pleyades. Vía Láctea. «Pietatis causa, devotionis afecta, votis causa». Parece imposible pero sí, es la misma codorniz la que acompaña su soledad desde Hontanas, por Castrojeriz y Mostelares hasta las puertas de Frómista. «Pietatis causa » En Camino se vive el pasado como presente y éste como futuro. ¿Revival medieval? Los expertos le llaman anamnesis. Sus pisadas siguen otras miles. Se nota pronto. El barro que dejaron en las veredas trajo estos lodos desde el hondón de los siglos.

 

¿Yo no canto mi canción sino a quien conmigo va?  Indudable. El peregrino avanza en una burbuja temeroso de perder el encanto. Y lo hace en soledad, ya en la anochecida en los albergues, al borde del Camino, llegarán los reconocimientos mutuos. Después de haber abandonado su entorno habitual, adoptar un disfraz que incluye bordón, sombrero «ad hoc» y venera como símbolos visibles de su actual estado y condición, moverse «per agere» y transitar en libertad y en tierras extrañas por treinta o cuarenta kilómetros de soledad, codornices, polvo y fatiga, bajo el chapeu marcha un individuo ansioso de comunicarse con otros conmilitones que participen de sus mismas claves. Pero esas claves hay que dejar que discurran en la soledad del Camino, la introspección hará el resto, pero eso jamás se hará en grupo, exige, ya lo vimos, soledad, distanciamiento, libertad.  De ahí surge la solidaridad, para nada forzada, sino espontánea y sin condiciones, entre el abogado toscano, el jardinero de Lovaina y la maestra  de Alicante. Su rastro es fácil de seguir en los libros de peregrinos que están en los alberguess. Aparecen llenos de reencuentros alborozados, avisos a navegantes y despedidas desgarradas entre personas que se han visto, si cabe, tres días, quizás para muchas los más plenos de su existencia.  Algo que jamás permitiría la pertenencia “a un grupo”, envuelto en sí mismo, limitado a sus componentes, opuesto (hasta por definición) a abrirse en libertad.

—-

Un trailer en Mellide le ha volado el pavero (y por poco, la tapa de los sesos). Destocado, continua entre eucaliptales infinitos con la lluvia omnipresente. En la capilla de San Roque, en Labacolla, hace un breve alto. Ha superado prueba tras prueba. La última fue particularmente penosa, ha tenido que soportar la paliza de un esotérico, seguidor de Pablito Coelho, hasta que lo despistó en Castaneda. Se rehace -«mientras ansíes llegar serás esclavo del Camino”, le había dicho un sabio, Jesús Jato, ante la iglesia de Santiago de Villafranca – y pronto llega a la pequeña ermita de San Marcos, el Mons Gaudii donde Laffi rompió en sollozos, donde todos estallaban de alegría ante la vista, en lontananza, de las torres de la catedral. Ya todo es descenso gozoso.

Compostela, Compositum, Campus Stellae, Arcis Marmoricis, Jakobsland  . El peregrino emboca  la Rúa de San Pedro y, sutilmente, le envuelve el encanto de una ciudad única, irrepetible, «la más dichosa y excelsa de las ciudades de España».

La basílica está abarrotada, una convención de veterinarios de no se sabe dónde y un congreso entero de poncios en gastronomía «do Camiño» cabecean, beatíficamente y al unísono, al ritmo de un botafumeiro que se despendola por el cruceiro. Un tipo acunado contra una columna despacha órdenes por un teléfono móvil. Como en una nube, se abre paso picando de bordón. Sube las breves escaleras. Allí está. Y allí esta él. Nadie le puede arrebatar el abrazo infinito, cálido, emocionado.

Los figones del Franco le ven pasar. Ha superado el trámite y en la mochila lleva su Compostela. Le invade una sensación extraña, nueva: ¿Se acabó todo? ¿Y ahora qué?  En un banco de La Herradura, con las torres de la catedral ante él, con toda su belleza bañada ahora por un sol pajizo palpa en el bolsillo de la camisa el arrugado cigarrillo que guarda desde Roncesvalles. Resistió, el jodido, y resistió él, ¿Es un hombre nuevo?  Es un hombre distinto. Distraído saca de la mochila un billete de ferrocarril. Se adormece y cavila: ¿Finisterrae? ¿Padrón? ¿La vida?  Se incorpora y camina. Sonríe, sonríe ampliamente. Ha avanzado en solitario y sin concesiones por ese increíble legado de la historia que es el Camino de Santiago y es muy probable que haya podido recoger trocitos de lo que quedaba de sí mismo. Precisamente porque ha caminado en su propia compañía, en interminable circunloquio siguiendo en las mañanas su larga sombra proyectada a occidente.   Ya pertenece al Camino y sabe que esa experiencia podrá repetirse siempre que un solo peregrino cuelgue el alma de su bordón y avance, un paso, y otro, y otro más, hacia la lejana tumba de occidente.

¿Ultreia?, claro: ¡Ultreia e sus eia! Y… ¡Deus adjuvanos!

* Jose Antonio de la Riera es Peregrino, escritor, investigador, miembro fundador de Fraternidad Internacional del Camino de Santiago y de la Asociación Vía Mariana.

FOTO: Manuel G. Vicente