Soy Alina de Rumanía, tenía alrededor de 20 años cuando oí hablar por primera vez sobre el Camino de Santiago. Fue en la tele, una presentadora de un programa de televisión contaba su experiencia del Camino, me fascinó y al mismo tiempo admiré su acto de valentía: ir sola para hacer ese viaje tan mágico durante un mes en una tierra desconocida.

Pasaron 20 años y de nuevo escuché a un conocido mío hablar de su viaje a Santiago, del cual me regaló un icono con el Apóstol. Entonces recordé de nuevo a la presentadora y su bella historia vivida en el Camino. Comencé a recopilar más información, porque algo en mi interior despertó mi interés por saber más sobre ese viaje tan famoso.

En el año en que cumplí los 40 años, más exactamente en 17 junio 2018, comencé mi proprio Camino desde Saint-Jean-Pied-du-Port con mucha ilusión.

Al principio no sabía la razón exacta de mi peregrinaje, sentía esa llamada para hacerlo, pensaba que sería una experiencia hermosa ver tantos sitios emblemáticos que se encuentran a lo largo del Camino y tener un tipo diferente de vacaciones.

Día tras día despertar temprano; caminar en la montaña o entre los campos de trigo de La Meseta; ver cómo cada amanecer te abraza tímidamente con su primer rayo; caminar lentamente, sin prisa, porque en el Camino no hay prisa, en el Camino el tiempo se para; darte una buena ducha al final de cada día y gozar como nunca antes de cada gota, que parece limpiar más mi alma que mi cuerpo; y esperar con mucha emoción el ir cada tarde a la misa para rezar – en el Camino recé como nunca lo había hecho antes – y recibir la bendición del peregrino.

Esa nueva forma de vivir me gustó mucho. Todos mis pensamientos cambiaron entonces, ahora son diferentes, mi vida sigue siendo muy simple porque me di cuenta de que no me hacen falta tantas cosas materiales para ser feliz, basta con lo que tengo en mi mochila.

Me di cuenta que mi camino es espiritual porque lo que más me gustaba era que tenía el tiempo de hablar con El Señor, antes no sentía esa necesidad de estar en contacto con Él.

En los 30 días de viaje, nunca he hecho planes para seguir, nunca he reservado sitio en ningún albergue, todo lo dejaba cada día en manos de Dios, nunca me decepcionó.

Antes de llegar en el emblemático O Cebreiro, mis piernas no me escuchaban más, tenía una tendinidis y una rodilla hinchada, pensaba que no llegaría y, mientras caminaba, empecé a rezar, hasta que sin darme cuenta vi que ya estaba delante del mojón de la entrada de Galicia y, aunque estaba sola, sentía que alguien me acompaña y subía conmigo ayudándome.

Llegué, pensé que lo mejor era ir primero a coger una cama en el albergue y luego volver para entrar y rezar en la iglesia de Santa Maria la Real de O Cebreiro. Pero algo me llamaba adentro y no me dejaba ir al albergue primero, de modo que entré en la iglesia y mi mirada fue al crucifijo que está en el altar, parecía que Jesús me estaba mirando, como si me esperara, mis lágrimas empezaron a fluir involuntariamente y con fuerza, me sentí abrazada, era un abrazo lleno de bondad y una paz interior que me abrumó, un sentimiento igual al de cuando eres pequeño y te golpeas y tu madre viene a tranquilizarte y te abraza con cariño.

Allí conocí a Fray Paco, sacerdote franciscano que estaba mirando lo que sucedía conmigo y, en seguida, sin pensar, le pedí un abrazo, sin saber que precisamente en esa iglesia él tenía la costumbre de abrazar a cada peregrino al final de la misa.

No fua a ese viaje para buscar a Dios, pero lo encontré en cada peregrino, en los amaneceres, en los pajaritos que cantaban en torno al Camino, en ríos y bosques de eucaliptos, en las piedras del Camino y en las pequeñas iglesias. Estaba en todas partes, siempre estaba ahí, estaba en mí, pero antes no sabía cómo buscarlo.

Antes de llegar en Santiago, en mi penúltimo día de caminar, no pude llegar a Pedrouzo y me quedé en Santa Irene, el dolor de la rodilla me mataba, estaba empezando a llorar de verdad, me sentía incapaz de continuar los últimos 21 km. Mi meta estaba tan cerca que lo único que podía hacer era rezar y confiar, una vez más, en Él. Le pedí que no me quita el dolor, lo había aceptado, pero que me llevase, así, con el dolor, a abrazar al Apóstol.

Al día siguiente llegué a Santiago sin ningún dolor, como si fuera mi primer día caminando. No tenía nada reservado para mi llegada a Santiago, nada preparado, cuando salí de la Oficina del Peregrino con mi Compostela en la mano, una monja me sonrió y me propuso si quería quedarme esa noche en el albergue del Convento de San Francisco, y la suerte hizo que el albergue fuese administrado por el mismo sacerdote franciscano, Fray Paco, a quien había conocido en O Cebreiro.

¡Alguien allá arriba me ama!

El Camino te enseña con lo justo, sin prisa, a disfrutar cada momento, te enseña a sonreír sinceramente, te enseña a compartir no solo las sonrisas y el dolor. No hace falta saber muchos idiomas para relacionarse, en el Camino se habla otro lenguaje, el lenguaje de corazón y, lo más importante, el Camino no se hace tanto con los pies como con el alma.

Para mí el Camino fue como ir “a casa», quieres llegar lo antes posible, lo necesitas. En el Camino mi alma siente la libertad en estado puro, pero, como me dijo Fray Paco, el Camino no se acaba ni en Santiago ni en Finisterre, el Camino empieza cuando se termina de caminar, entonces comienza el verdadero Camino.

¡El Camino de la vida!