Mi camino, este camino, fue especial. Empezó en Sevilla, delante del Cachorro en Semana Santa de 2019, cuando le ofrecí que lo haría y le traería la Compostela, si me ayudaba en una situación laboral muy complicada, pues después de 32 años en la misma empresa estaba a punto de tener que abandonarla y encontrar un nuevo rumbo. Debí pedirlo bien, porque conseguí empezar otro muy buen proyecto laboral casi sin descansar del anterior. Pero no todo iba a ser felicidad y poco tiempo después, a finales del 2020, y antes de que hubiera cumplido mi promesa, volví a encontrarme en la misma situación.

Además, estaban los tiempos revueltos, porque la globalización, o lo que sea, nos había traído la pandemia del COVID que nos había tenido a todos encerrados sin salir de casa y sometidos a un stress colectivo sin precedentes. Así que en cuanto nos dejaron, decidí cumplir mi antigua promesa, la que le debía al Cachorro, que yo, como los Lanister, soy de los que “pagan sus deudas”, y además esperaba que el Camino me ayudara a madurar otra idea que me rondaba la cabeza para enmendar el reciente fiasco.

La cosa no estaba fácil, con todos los albergues cerrados y la mayor parte de los bares y servicios sin operar, pero había que intentarlo. Empezamos en O Cebreiro, Aline, mi mujer, y yo. Llevamos nuestro coche, lo dejamos allí y confiamos que al llegar a Triacastela un taxi nos trajera a recogerlo para irnos a nuestra casa en La Coruña. Como no sabíamos si íbamos a encontrar algo abierto, cargamos viandas y agua para la ruta y yo mi mochila con el equipo fotográfico. Nos dimos un buen madrugón y arrancamos temprano. Al salir de O Cebreiro, parecía que otra pareja iba a acompañarnos, pero finalmente se quedaron allí, y nos fuimos solos. Y ahí empezó la experiencia de verdad, porque durante las tres primeras etapas, hasta llegar a Portomarín, salvo una excepción, no encontramos a nadie en El Camino. Una ruta que recorren cientos de miles de personas cada año estaba totalmente vacía y la recorríamos solos, con una sensación que me hizo imaginar lo que Adán y Eva sentirían en el Paraíso.

Era la primavera de 2021, marzo, y todo empezaba a brotar. Caminábamos separados, porque yo me paraba con demasiada frecuencia a inmortalizar el espectáculo al que estábamos asistiendo “en pase privado”. Luego, además, comprobé con las jornadas, que aquellas primeras etapas eran probablemente las que ofrecían mejores paisajes. Recorrer, llenas de la luz de la mañana, las cumbres de Piedrafita; entrar en carballeiras en los que las ramas se cerraban formando arcos apenas penetrados por la luz; caminar al lado de grandes praderas de un verde único listas para alimentar a nuestras casi únicas compañeras, las vacas: rubias, frisonas, cachenas,…Creo que tengo varios miles de fotos de esos días y, ante la ausencia de personas, las vacas fueron un motivo muy recurrente, junto con multitud de pájaros que no conocía y hasta algún lagarto ocelado. Todo ellos siempre habrán estado ahí, pero había que ir despacio, sin prisa, y mirar. Solo entonces puedes verlos, cuando vacías la cabeza de toda la prisa y el barullo que la llena en el día a día. Y así recorrimos las tres primeras etapas, solos, los dos que hace ya años decidimos ser uno, sin apenas hablar (cosa que a ella no le parecía tan bien, hasta el punto de amenazarme con traerse “los cascos” para escuchar música, lo que hubiera sido un grave error en medio de aquella maravilla). En esas tres primeras etapas, solo en el alto do Poio encontramos un bar abierto, el Bar Puerto, el del Albergue y nos tomamos algo charlando con el dueño, acompañados por un gallo talla XXL y un amodorrado mastín. Este hombre fue el único con el que cruzamos palabra en nuestros tres primeros días, y, para mi sorpresa, nos advirtió que tuviéramos cuidado porque la Guardia Civil andaba multando a los que como nosotros caminaban por el medio del monte solos sin mascarilla (después de venir de dormir en la misma cama) una prueba más del despropósito que vivimos en esos días. El resto de los días comimos nuestros bocadillos, frutos secos y algunas piezas de fruta, sentados en un muro centenario o en un prado y rodeados del bicherío local.

Debimos hablar maravillas de la experiencia, porque llegados a Portomarín se nos unieron nuestros buenos amigos Rocío y Javier. Todo fue más fácil con la logística (un coche al principio de la etapa y otro al final) y cómo íbamos haciendo las etapas cuando podíamos, pasaron meses, e incluso encontramos ya bares y restaurantes abiertos para comer. Aun había muy poca gente en el Camino, pero la compañía trajo consigo que fueran menos los momentos de silencio, más las prisas por llegar a comer al sitio previsto y menos también las fotos, la contemplación y las reflexiones. Desde entonces hemos hecho algunas etapas más y nos hemos propuesto seguir haciendo Caminos, pero creo que ya nunca, ni nosotros, ni nadie podrá repetir una experiencia única como esa de recorrer el Camino en pleno silencio y sin ver a nadie.