La historia ha sido escrita con demasiada frecuencia por y para hombres. Durante siglos autores de todo tipo y condición nos han hablado de intrépidos aventureros, viajeros y navegantes dejando completamente en la sombra a mujeres como Egeria o santa Elena, peregrinas y viajeras del siglo IV. Desde la Fundación Jacobea queremos recuperar la figura de muchos peregrinos, pero también de muchas peregrinas que protagonizaron algunos de los relatos de viajes más antiguos y legendarios de Occidente.

Santa Elena dio lugar a una de las leyendas más célebres de la Cristiandad y a una ingente literatura hagiográfica, sin embargo, apenas dejó tras de sí datos históricos o biográficos fiables. Sabemos que Flavia Iulia Helena nació hacia el año 248 pero el lugar no está claro pues algunas fuentes hablan de Drépano, ciudad del golfo de Nicomedia renombrada por su propio hijo Heliópolis, mientras que otras se inclinan por la Britania romana, hipótesis que dio lugar a la hermosa novela Elena de Evelyn Waugh.

Los datos históricos son más numerosos a partir de su matrimonio con el tetrarca Constancio Cloro, al que conoció en Asia Menor cuando era tan sólo un tribuno militar. En 293 su marido fue nombrado por Diocleciano gobernador de las Galias lo que le llevó a repudiarla por no ser de origen romano. Durante años Elena se mantuvo en la sombra viendo cómo el que fuera su marido se casaba en segundas nunpcias con Teodora, hijastra de Maximinano Erculeo con la que tuvo tres hijos. No obstante, contra todo pronóstico, Elena recuperó todo el protagonismo histórico cuando Cloro eligió como sucesor al único hijo que había tenido con ella: Constatino.

Constantino se convierte en emperador en el año 306 y demuestra el amor y respeto que profesaba a su madre llamándola a la corte, dándole el título de Augusta, permitiéndole disponer libremente del tesoro imperial e, incluso, haciendo acuñar moneda con su nombre e imagen. Tal fue la importancia de la nueva emperatriz en la vida de su hijo, que muchos han querido verla como responsable de la conversión al cristianismo de su hijo. Lo cierto es que Elena era Cristiana desde su juventud -según algunas fuentes la habría convertido Luciano de Antioquía- lo que permite suponer que hubiese transmitido valores cristianos a su hijo.

La leyenda tejida en torno a Elena y Constantino continúa en 312, cuando el emperador se hallaba combatiendo en Italia contra Majencio y tuvo una visión que presagiaba su victoria. Este suceso ha sido visto como desencadenante de su traslado, junto a su madre, a la ciudad de Roma, así como del célebre Edicto de Milán con el que al año siguiente legalizó el cristinanismo.

Desde su llegada a la ciudad imperial Elena se dedicó a una vida piadosa, fue recibida por el papa e hizo construir la basílica de la Santa Cruz. La historia habría podido terminar ahí pero, cuando en 324 Constantino conquistó Oriente, Elena, una mujer casi anciana, decidió seguir los pasos de su hijo viajando a Asia Menor y desde allí Palestina. Desde este momento su vida dio un enorme vuelco y la convirtió en la mítica viajera que todos conocemos o, mejor, peregrina, pues así debemos llamarla si aceptamos que su viaje a Palestina estuvo motivado por la visita a los Santos Lugares y la búsqueda de las Santas Reliquias.

Históricamente la realidad debió ser más compleja que la leyenda, pues hay que recordar que desde el origen de las peregrinaciones la motivación religiosa convivió con otras más mundanas: desde el prestigio social a la carrera en el clero, en el caso de Roma, y desde la aventura al viaje iniciático en el de Santiago o Jerusalén. A las motivaciones citadas, muy comunes entre la nobleza, hay que sumar el hecho de que desde tiempos de Adriano la visita a todas las provincias del Imperio era común entre los emperadores y su círculo más cercano. En cualquier caso, fuese o no el verdadero motivo de su viaje, la búsqueda de la cruz de Cristo ha convertido la historia de Elena en leyenda.

La emperatriz llegó a Jerusalén hacia el año 327 y allí inició una incesante labor promoviendo la construcción de basílicas y templos en los principales Santos Lugares: la basílica de la Natividad sobre el terreno de la gruta de Belén, la Ascensión sobre el monte de los Olivos y el templo de la Anastasis o Resurrección sobre el Santo Sepulcro.

Poco después de su llegada Elena encontró las reliquias de la crucifixión de Cristo dando lugar a la célebre “Invención de la Vera Cruz”. Este suceso aparece recogido en algunos textos de finales del siglo IV, como el discurso de san Ambrosio para los funerales del emperador Teodosio el Grande, obra de 395 en la que el autor relata cómo la Santa encontró las tres cruces del Gólgota y otros instrumentos de la Pasión en una cisterna, reconociéndolas  gracias a una inscripción trilingüe.

En los siglos posteriores la leyenda de la Santa Cruz se fue ampliando, llenándose de fabulosos sucesos, sobre todo relativos a la identificación de la “vera” o “verdadera” cruz de Cristo. Un milagro muy difundido atribuía al obispo Macario el haber llevado las tres cruces apenas descubiertas a la casa de una mujer moribunda; al acercarle la cruz de uno de los ladrones nada ocurrió, con la del segundo todo permaneció igual y, finalmente, al acercarle la de Cristo la mujer abrió los ojos y se levantó súbitamente. En otras versiones la mujer enferma pasa a ser un muerto que resucita y, en la famosa Leyenda Dorada, la identificación se debe a un judío de nombre Judas puesto que “si un Judas había entregado a Cristo, correspondía a otro Judas reparar el daño restituyendo la Cruz del Redentor”.

Elena murió en Tracia en 329, tenía aproximadamente ochenta años y hacía sólo dos de la “Invención de la Vera Cruz”. Su cuerpo fue trasladado a Roma y enterrado en un espléndido mausoleo circular sobre la vía Lebicana. Según las crónicas la santa fue venerada como tal desde su muerte y, en los siglos posteriores, muchos de los peregrinos que visitaban las basílicas y tumbas de mártires en Roma se acercaban también a visitar su sepulcro. No obstante, el tráfico de reliquias tan común en la Edad Media no respetó a la emperatriz y, según Nicefalo Callisto, su cuerpo fue llevado a Constantinopla para volver sólo siglos después a Occidente: a Venezia o, según otras fuentes, a algún lugar de Francia. Sea como fuere del mausoleo de la Lebicana sólo quedan ruinas, aunque en los Museos Vaticanos puede verse todavía el sarcófago de pórfido que en él contuvo su cuerpo.