Supo de la existencia del Camino siendo muy pequeño. Es hijo de emigrantes gallegos en Estados Unidos, pero en verano venía de vacaciones a su pueblo de origen: Esteiro. En una de esas ocasiones, cuando tenía 7 años, una prima lo llevó a ver la catedral de Santiago. Recuerda que ya entonces llegaban peregrinos, cree que era un Año Santo, y también que se quedó alucinado con aquella historia de los peregrinos que llegaban caminando a Compostela.

Su vida continuó en Estados Unidos pero, más tarde, con 30 años se vino a vivir a Galicia, a la ciudad de Santiago. Ahora tiene 37 años y pensó en hacer el Camino porque estaba trabajando en el mundo del turismo y tenía proyectos que le hicieron pensar en ello, por ejemplo organiza y guía grupos por rutas saludables en Compostela: miradores, ríos, etc. En esos tours y en su contexto de trabajo en general todo el mundo habla del Camino, de modo que pensó en hacerlo. Finalmente lo ha hecho con una buena amiga italiana, sólo no se atrevía y ella tampoco, pero juntos sí. La experiencia ha sido mágica, pero muy particular.

Aunque vive en Santiago no le parecía extraño hacer el Camino, para él era un modo de desconectar y salir de su zona de confort y finalizar en tu casa tampoco cambia nada respecto a la emoción, él vivió su llegada con mucha emoción. Para él se trataba de ponerse a prueba y ver que era capaz de llegar caminando a su casa, lo cierto es que sintió más que nunca eso: que llegaba a casa, mucho más que la emoción de llegar a la catedral, pudo vivir esa emoción de llegar y sentirse en casa tras una aventura. Cuando llegó a Santiago sintió que quería estar con gente de Santiago, quería estar con gente de aquí, le hizo sentir «más compostelano, más persona, más humano y más de esta tierra».

Recorrió el Camino desde Sarria porque su amiga quería poder obtener la Compostela, para él no era tan importante. Inesperadamente el Camino le resultó muy duro, acabó siendo un camino de sacrificio, bonito y amargo, particularmente amargo desde Portomarín hasta Palas, recuerda ese tramo como muy duro y largo, antes de llegar allí todo parecía fantástico.

En su trabajo con tours y rutas de naturaleza está habituado a caminar, recorre distancias cortas, de entre 10 y 15 kilómetros. Por esa razón cuando partió se sentía muy seguro físicamente, tanto que pensó que podía caminar y seguir casi sin parar. Eso fue lo que ocurrió al inicio de su Camino y lo que acabó dándole una lección: el Camino fue para él un aprendizaje. Comenzó muy deprisa y recorriendo una distancia enorme, pero el Camino acabó frenándolo, le enseñó algo sobre cómo avanzar, dice que el Camino “le bajó a la tierra”.

Cuando llegó al Monte do Gozo estaba muy tocado físicamente, todo por su exageración del comienzo del Camino. Recuerda que al verlo tan mal un peregrino sevillano le ofreció su bordón, ese bastón le amortiguó un poco el sufrimiento; algo más adelante un portugués, al verle caminar tan mal,  le ofreció otro bastón, entonces pudo avanzar mucho mejor con los dos. Parece increíble pero él, un supuesto deportista, necesitó 4 horas para llegar desde Lavacolla a la plaza del Obradoiro.

Para él la lección del Camino es que hay que avanzar paso a paso, a ritmo lento, su lección es que no hay que ir al Camino a hacer ejercicio sino a disfrutar del Camino. De algún modo cree que comenzó su experiencia como un deportista y la terminó como un peregrino. Ahora quiere hacerlo desde Roncesvalles.

El Camino transformó su experiencia, le ayudó a pasar del deportista que se cree capaz de cualquier cosa a sentirse como un peregrino y comprender que tenía que disfrutar, parar y hablar con los otros. Lo resume diciendo: quieres ganar un día y pierdes una semana.